Algoritmo, te necesito
Por los momentos quiero escrolear mis pantallas y encontrar la salida de emergencia.
Las últimas veces que he visitado Zara, lo único que me llevo son algunas canciones shazameadas. Me miro en el espejo del probador y sonrío convencido de que la música de fondo me hace buen fit. Y así voy por la vida alimentando de manera analógica el algoritmo de mi Spotify, completamente consciente de que la mayoría de la humanidad está a cinco pasos por delante de mi, que orgánicamente busco escuchar música de gente que tiene, por lo menos, quince años muerta. Esta nueva dieta cultural, que he ido abrazando con la madurez, se ha convertido en una manera de ver y vivir la vida: Abrirse a lo distinto, abordar lo diferente, no resistirse al cambio, familiarizarse con lo extraño, convocar lo desconocido y, por consiguiente, formar parte de la innovación. Una sencilla actividad, basada en simples y elementales tomas de decisiones, ha evolucionado en una lucha silenciosa y en la conducta más punk y contestataria que cualquier ser humano puede encarnar en la actualidad, entendiendo que vivimos circunscritos en un mundo en el que hay alguien -en este caso algo- que constantemente decide por nosotros: El algoritmo.
El algoritmo apunta y abraza la redundancia, igualando la novedad con la decepción, lo que termina construyéndonos un mundo de poquísimos metros cuadrados en el que no caben demasiadas versiones ni puntos de vistas, erigiendo un criterio alimentado con nuestras propias voces y el eco de ellas mismas. Es decir, en pocas palabras, veneno para nuestro intelecto.
Eso que antes era un temido término matemático de nuestra infancia pasó a ser una herramienta -que nadie pidió- que promete hacernos la vida más sencilla, mejor y, sobre todo, más rápida ¿Por qué? Porque pensaremos menos o, peor aún, no habrá necesidad de hacerlo. El algoritmo es el artífice de las grandes paradojas con las que convivimos a diario: Hoy en día tenemos más acceso que nunca a la información, pero solo nos informamos de unas pocas fuentes, que se priorizan automáticamente gracias a nuestras interacciones, confeccionando una realidad a nuestra justa medida. Aunque el mundo entero esté en Internet, terminamos rodeados solo de personas que hablan de lo mismo que nosotros y piensan igual que nosotros, logrando que nos parezca inconcebible que, cuando despegamos los ojos de las pantallas, encontremos personas que piensan distinto ¿A quién? ¡A nosotros!
Y sí. En teoría suena espantoso que alguien/algo decida por nosotros, y se tome la atribución de acortarnos el mundo de esa manera, pero en la práctica es música para nuestros oídos ¿O vamos a negar que preferimos que alguien nos diga que cenaremos sushi -o concretamente algo- en vez de lanzarnos al medio del gélido e insondable océano que significa responder qué queremos cenar?
Hasta hace muy poco romper con el algoritmo significaba tender puentes en un mundo repleto de muros. Pero me atrevería a decir que ya estamos en la etapa en la que eso es una tarea demasiado engorrosa, casi imposible, y lo que nos queda es treparnos por esos muros. Tomando como principio básico que -más allá de si consideras que la universidad es una transacción de la que se puede prescindir- la instrucción es un muy buen punto de partida para la formación de criterios, y el criterio refuerza y robustece la diversidad de pensamientos y, sin dudas, la diversidad de pensamientos enriquece ese futuro que ya es presente. Es decir, la gente que no sabe cosas es carne de algoritmo, y por ende, de teorías conspiranoicas, vacíos informativos y fake news. Y ahí, justo ahí es adonde quiero llegar.
No han pasado demasiados días desde que Estados Unidos eligió a su nuevo presidente y la resaca emocional sigue intacta. Digamos que, para la sorpresa de muchos, el resultado no fue tan ajustado como hasta último momento se llegó a creer. Una amplia ventaja de varios millones de votos consolidaron lo que, a mi entender, es un retroceso en un mundo que apenas estaba gateando sobre sus nuevas libertades -Y sí, cuando se gatea se cae, se tropieza, hasta que no solo se domina por completo el arte de gatear, sino se comienza a caminar-. Millones de personas, ejerciendo el libre derecho que supone el sufragio, decidían entre otras varias cosas, restarle derechos a las mujeres, negar el cambio climático, colaborar con una narrativa xenófoba y, lo que me afecta más a mi como individuo, alambrar los derechos de la comunidad LGBT, grupo demográfico al que orgullosamente pertenezco. No ha sido fácil asimilarlo. Para nada. Por el contrario, ha sido muy difícil gestionar que no son solo millones de personas las que consideran que mi existencia no debe ser tan plena como la de ellos, sino que amigos, cercanos y no tan cercanos, y familia, no solo hayan apoyado esta prosa discriminatoria con sus opiniones o su silencio, sino que muchos la fortalecieron con su voto, aupando un sistema que nos desconoce como ciudadanos con derechos -derechos, por cierto, recién adquiridos-.
Ante esta durísima realidad, me contradigo con intención deliberada y comienzo a levantar la bandera de que todo es relativo. Sigo manteniendo mi opinión inicial sobre el algoritmo. Lo sigo registrando como algo con lo que se pierde muchísimo aún ganado, pero ahora lo invoco no a pesar de, sino gracias a su parcelamiento del mundo. Necesito construirme una realidad que esquive toda violencia, que mutee esas voces que van en contra de mi forma de pensar, que apaguen esos gritos incendiarios que no necesito leer. Que levante muros anti insultos y vejaciones. Me urge que el algoritmo, en este momento, haga su trabajo y diseñe un mundo donde todos tengamos los mismos derechos, aunque eso ahora no se parezca al mundo real.