A comienzos de este año, Jesse Watters, un comentarista político estadounidense que ha hecho la mayor parte de su carrera periodística en la cadena FOX News, lanzó en su programa The Five una lista de reglas para hombres. Una especie de decálogo con el que establecía ciertos preceptos, no negociables bajo ninguna circunstancia, a lo que los hombres debían someterse para, justamente, ser eso: Hombres.
En la lista resaltaron cosas como no comer sopa en público, no sentarse con las piernas cruzadas, no saludar con la mano izquierda, y, sobre todo, no beber con pitillo (popote, sorbete y/o pajilla, según donde te encuentre). Digo sobre todo porque de todo lo que propuso, fue esta última con la que manifestó mayor aversión. Sí, beber con popote. Y no tiene nada que ver con el despertar de consciencia ecológica que una gran parte de la sociedad experimentó al ver el sufrimiento de una tortuga con un pitillo atorado en la nariz. Al parecer la manera en la que debes poner los labios para sorber líquidos a través de este tubo, es demasiado afeminado para un verdadero hombre. Inmediatamente me acordé de mi hermano, siete años mayor que yo, que hace unos veinticinco años me mostraba su molestia porque yo pronunciaba “sushi” y “Shakira” correctamente, es decir, con la natural disposición de los labios que requiere el enunciar la ese junto a la hache, y no “Suchi” y “Chakira”, como lo haría “un verdadero hombre”.
La trama de Watters agarró fuerzas cuando en un programa de la misma cadena de televisión se usó como principal insumo para encuestar a varios congresistas de Estados Unidos. Las respuestas bailaron al mismo ritmo: “Eso lo hacen las mujeres en mi casa”, “yo no hago eso, hermano”, “no es para hombres”. Alejados de cualquier filiación política que pueda juzgar esto por exceso de emoción y poca razón, debemos hacer zoom in en este tipo de posturas que cada vez más pululan en redes sociales. Más allá de lo risible y descabellado que a primera vista nos parezca —unos meses antes, el mismo Watters aseguró que unos científicos le explicaron que “cuando un hombre vota por una mujer, en realidad se transforma en mujer” —, debemos comenzar a tomar cada vez más en serio este tipo de comentarios, dejar de ignorarlos por encontrarle ningún sentido, no interpretarlos como una demostración de libertad de expresión, y comenzarlos a incorporar como componente, ni tan temprano, de un problema que, a mi parecer, ya es de salud pública.
Aunque cada vez más las redes sociales también han sido espacio de discusión de este tópico —conclusión a priori por el contenido que me muestra mi algoritmo—, este tema pasó de la arenga periférica a estar debajo del spotlight luego de que Mark Zuckerberg —que no es cualquier hijo de vecino— abogó por el regreso de esa energía masculina, por lo que es necesario desdigitalizar la conversación y llevarla al plano real, fuera de las pantallas, sentándolo en la mesa a cenar con nosotros para terminar de entender la masculinidad no como algo que concierne exclusivamente al universo de los hombres o algo superficial que se trabaja con repetición, esfuerzo, dolor y batidos de proteína. Necesitamos, como primer gran paso, entender la masculinidad como un sistema de normas sociales, de tejido colectivo, que mueve los hilos y hace de árbitro en todas las relaciones sociales, incluyendo, sobre todo, las de género, las económicas y las de poder.
Las masculinidad es como una gran carpa que cubre y envuelve todo. Como unas gríngolas que cohartan las emociones de los varones, mutila su acceso a la vulnerabilidad, amputa la adecuada expresión de los sentimientos, reprime el reconocimiento de ellos, y los reprograma para que sean detectados como algo completamente ajeno a su sistema de vida o, como suelen decirle “eso es de niñas”. Todos los sentimientos, menos la ira. La ira es sinónimo de fuerza, por ende, según esta lógica, sí es cosa de hombres. Quizás para muchos puede verse como un problema localizado muy específico: Uno de los niños de un salón de clases, un presentador de televisión que tuvo una mala experiencia con la ex, o la historia de la serie Adolescente de Netflix. Pero no. Los hombres son la mitad de este mundo, así que el problema es, mínimo, del tamaño de la mitad de este mundo.
Lejos de detectarlo como un problema que necesita atención y solución, hemos erigido una sociedad en la que hombres —y muchas mujeres también— siguen copiosamente esta receta programadora de personas poco empáticas, egoístas, individualistas, incapaces de vocalizar lo que sienten —porque no puedan articularlo y porque les parece mal hablar de lo que sienten—, personas obsesionadas con el éxito, movilizadas únicamente por la ambición material, con bajos niveles de tolerancia y altísima susceptibilidad para la frustración. Es cierto que cada vez somos más personas conscientes del peligro que radica en esto, y algunos nos hemos convertido en agentes de cambio desde la crianza y la convivencia, pero la verdad es que seguimos siendo una muy reducida minoría. La mayoría ha hecho que la masculinidad, la que conocemos, la hegemónica, se institucionalice y se disemine, a través de la educación y los medios de comunicación, como dogma.
En la reciente edición del Festival de cine de Cannes fuimos testigo de cómo esos agentes de cambio, practicantes de una nueva masculinidad, contrastan con los de la vieja, rancia y hegemónica masculinidad. Vimos cómo un Pedro Pascal, un Paul Mescal y un Joaquín Phoenix se mostraron irónicos, divertidos, accesibles y ligeros, éticamente y estéticamente, hablando de cómo el cine, como nave nodriza de todas las artes, tiene que dejar de contar historias centradas en personajes masculinos alfas y tradicionales. Mientras que un Leonardo DiCaprio miró con incomodidad a los fotógrafos y ni siquiera sonrió cuando Robert De Niro le agradeció por la Palma de oro honorífica que justamente había recibido de manos de él. Dos mundos lejanos y opuestos.
Elaborando sobre el ideal de un futuro habitable por y para todos, es necesario comenzar a plantearnos cuál va a ser nuestro aporte para derribar estos cíclopes monolíticos y poder establecer como una gran prioridad la necesidad urgente de diseñar personas más vulnerables, sensibles, tiernas, emocionalmente permeables y conectadas con su entorno. Eso, con los que están por venir o acaban de llegar a este plano. A los que ya están aquí desde hace rato, hay que auparlos para que se deconstruyan y rompan ese molde. Por lo pronto, podemos comenzar por dejar de usar pitillos, no por considerar su uso afeminado, sino porque le hace daño al planeta, que es lo mismo que a nosotros. Y, cuando expliquemos por qué no usamos pitillos, tenga sentido decir que así lo haría un verdadero hombre.
Que cringe esto! De verdad espero el futuro traiga más Pedros Pascales y Paul Mescales ♡
Ser agentes de cambio. Me gusta esto.