Una característica que denota a mi generación y, sobre todo, a las que le siguen, según yo, es que somos exagerados, exageradísimos. Usamos y abusamos de la hipérbole como un antídoto que muchas veces cura, muy por encima, nuestro insuficiente lenguaje para explicar, como debe ser, las emociones que nos despiertan ciertos eventos, sucesos y objetos, llevándolos, en retrospectiva, a convertirlos en una anécdota más bien simplona.
Aunque transitamos en un mundo con una anchi-larga escala de grises, los extremos pululan en nuestra conversaciones. La fealdad más monstruosa y la belleza más excelsa, la nada más anoréxica y la totalidad más abarcadora. Un mundo polarizado con una lógica binaria en la que, entre uno y otro, hay aire y nada más.
Pero sospecho que el asunto es algo generacional. Nuestros padres se explayan, conjugan, construyen oraciones subordinadas para lo más mínimo y le dan la vuelta para que, tarde o temprano, lo entendamos. Por ejemplo: ¿Existe manera más exacta de declarar amor que decir “llévate el abrigo que hará frío”? Sí, la hay: “Llévate el paraguas que va a llover”.
Los más jóvenes de hoy acuñan “devoró” para describir cualquier acción que vaya desde la mediana aceptación hasta la ovación de pie, mientras que “ayunó” se coloca exactamente en el espectro contrario. Aunque esa nomenclatura me gusta por su maroma gastronómica... Lo cierto es que lo peor y lo mejor trascienden toda justa medida. La palabra “odio” se encarga de transmitir cualquier desafecto por más pequeño e insignificante que sea, mientras que “amo” cualquier cosa que nos guste, nos agrade o nos pique el ojo, desterrando al “querer” y al "gustar" -y a toda la flora y fauna que hay en el medio-, al desuso y al más terrible de los olvidos.
Las palabras ya no significan lo mismo. Los conceptos se han desgastado, no conservan su carga semántica. Cada vez más hablamos con menos palabras, y a cada rato le hacemos faltas al idioma gracias a nuestros frenéticos exageramientos (sí, exageramientos y no exageraciones).
Sin ahondar en si es causa o consecuencia, sospecho que ahí, justo ahí radica el éxito del sistema económico y social en el que vivimos, ese que, excusándose en la economía de la atención, abrevia en infalibles fórmulas las expresiones humanas. Como me has escuchado decir que amo un reel de Instagram, que amo una rutina de ejercicios, que amo cómo vienen envueltos los aceites aromáticos que compro por Mercado Libre, que amo cómo una compañera del trabajo curva la boca cuando le falla el audio en Teams, y que le declaro amor a cuatro o cinco cosas diferentes todos los días, no puedo expresar el verdadero amor -el sentimiento intenso y real que nace de nuestra insuficiencia y nos lleva a encontrarnos con otro- con la misma palabra, o por lo menos no solamente con ella. Requiero de piroctécnia y de diferentes artilugios, comprados, facturados y pagados para poder darle significado y peso a esa palabra que, al parecer, no tendría sentido sola.
Elucubrando acerca del posible futuro, lo lógico es que no solamente cambie la manera en cómo nos expresamos acerca de las cosas, sino que también cambiarán los significados: El amor, por ejemplo, será una transacción y, lo que conocemos hoy como amor, será cosa del pasado.
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Amooooo
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