En la versión mensajería de Instagram de uno de mis grupos de Whatsapp apareció el video de un spot de televisión que estuvo presente durante toda mi infancia. En él, una niña de unos nueve años salía de su casa sola con mucha seguridad, sorteando los transeúntes multiplicados en las calles porque todos tenían mucho dinero para gastar en navidad. La niña llega a una tienda de fiambres y pide al dependiente, que también es dueño, que le dé un jamón marca Plumrose. La respuesta es negativa. Al parecer es el producto estrella y se agotó. La niña marca retorno a su hogar completamente derrotada, y el camino que antes era color, bullicio y alegría, se convirtió en algo sombrío, silencioso y con charcos en el asfalto en los cuales la niña podía ver su reflejo entristecido. El dueño de la tienda, al darse cuenta de la situación, mueve cielo y tierra para conseguir el jamón y se lo lleva hasta la puerta de su casa. Corte a, la cara de felicidad de la niña. Una postal con la que durante años esta marca de embutidos nos abrazaba a todos los venezolanos cada navidad.
Luego de ver unas tres o cuatro veces el mismo video, de darle like y de compartirlo en otros grupos, el algoritmo comenzó a mostrarme lo que él infería que yo necesitaba: Nostalgia. Pura y dura nostalgia. Un centenar de cuentas que se encargan de curar y publicar miles de piezas de contenido de finales de los 80s y los 90s. Comerciales de televisión, videoclips, escenas de telenovelas que iban directamente a mi sistema límbico, domicilio de todas las emociones… Cataratas de pop culture vintage que yo -y todos a quienes les compartí-, celebramos con pandereta.
Sí, nos encanta ese sentimiento agridulce de recordar, de sentir a través de nuestra memoria. La alegría de haberlo vivido y la tristeza porque ya fue. Es algo natural con una importancia que va mucho más allá de corazones arrugados. En la Europa del siglo XVII, algunos soldados fueron diagnosticados con la enfermedad de la nostalgia, con síntomas como llanto, duda y pérdida del apetito por estar lejos de su hogar. Con el paso del tiempo se determinó que no era una enfermedad de pobres y migrantes, y se comenzó a normalizar para luego, obviamente, comercializar.
El mundo de hoy reconoce la memoria como una materia prima a la que se le puede sacar mucho provecho, es decir, convertirlo en industria. Estamos consumiendo comedia con un fuerte componente de lo que “éramos”. Un sector de la población cada vez más grande prefiere escuchar música en vinilos. Las cámaras fotográficas analógicas están viviendo un come back. Las plataformas de streaming revelan que las películas de hace una veintena de años son las más vistas de sus bibliotecas. Bad Bunny se instala en el tope de las listas de popularidad con música que usa samples de canciones de antaño. Series, secuelas, franquicias y remakes del pasado llegan a nuestro presente con envoltorio de novedad, pero con un interior que ya conocíamos, y, sobre todo, con un claro objetivo: Conectar con lo que somos -entendiendo que mucho de lo que somos es la sumatoria de lo que ya hemos vivido-.
El periodista español Jaume Ripoll lo resumió en una frase: “La nostalgia es la droga legal que más dinero mueve en el mundo”. Pero, me pregunto, entonces dónde está el error, la parte negativa, el problema, el peligro. Y también me contesto: Justo detrás, y arriba, y a los lados. Hay que dar varios pasos hacia atrás para apreciar la fachada completa y en todo su esplendor.
Hoy, la nostalgia se presenta como el antídoto ante la presunción de un no futuro, ofreciendo una idea de futuro alternativo: El pasado. Sì, es raro, pero tiene todo el sentido. Estamos frente a ofertas políticas que nos invitan a volver al pasado, real o ficticio, pero lo suficientemente atractivo como para sentirnos tentados a regresar a él. “Make America great again” es el más popular, una invitación abierta a una sociedad para que, en conjunto, vuelva a ser grande como lo fue en algún determinado momento. O el Brexit, el proceso político que condujo la separación del Reino Unido de la Unión Europea para recuperar una autonomía que los engrandece. Ambos planteamientos con una fuerte apelación nostálgica que los atraviesa y sostiene.
Esta corriente de pensamiento en la que la idea de que todo pasado fue mejor encontró promotores en la cotidianidad que, aunque no necesariamente tengan mucho que ver, aceleran la adhesión de adeptos al movimiento ¡Fiesta de nostálgicos! Por ejemplo, como en Estados Unidos, el incremento del precio de algunos productos de la canasta básica. Si ahora están caros es porque sabemos que antes tenían un precio menor, es decir, un punto de comparación con el que internalizas que antes te rendía más el dinero para poder hacer otras cosas. Es decir, pasado uno, presente cero.
Ese pasado ganador que no golpeaba en absoluto el bolsillo -siguiendo el mismo ejemplo de Estados Unidos- viene en un paquetico con otras tantas ideas, como derechos y libertades (inserte aquí cualquier elemento de la larga lista de espacios perdidos y/o retrocesos), que, lejos de camuflajearse en el discurso, han ganado tanto o más protagonismo que el encarecimiento de los precios de la canasta básica. Porque sí, es más fácil pensar en bloque, con información encapsulada, sin demasiado detalle. Esto, claramente combinado con los ingredientes básicos de la propaganda, nos hace creer que si estamos de acuerdo con algo específico que funcionaba en el pasado, muy seguramente estaremos de acuerdo con las demás cosas que coexistían en ese pasado. No puedes comprar solo la mesa, te tienes que llevar las sillas también porque nos han hecho creer que es mejor así. La industria de la nostalgia avanzó varios kilómetros no solo en la cultura, sino también en la política, ejercitando el músculo del conservadurismo, es decir, dando brincos hacia atrás.
De la noche a la mañana -por decir en los últimos ocho años-, la evolución, el avance y el progreso son ponderados negativamente. Inclusive contrariando su significado semántico -Ojo, hace rato ya dejamos de hablar de los precios de los productos-. Los defensores del pasado igualaron el progresismo con un insulto, acortándolo en un término más seductor: Progre. El futuro fue convertido en un escalón al que no hay que subir, aunque lo tengamos al frente, porque en el presente tenemos demasiados indicios de que ese futuro, lejos de ser mejor, será mucho peor… Entonces no hay nada más moderno que la nostalgia, porque, no hay nada más añejo que el futuro.
Excelente post. Siento que esta mezcla de nostalgia con regresión es como mejor malo conocido que bueno por conocer. Hay que estudiar el pasado para forjar un mejor futuro; pero siento que nos falta mucho por aprender...
Excelente y muy pertinente. En el mismo texto está entre líneas el por qué buscar volver al pasado (imposible, punto), en lugar de disfrutar su recuerdo hoy, (vinilos, etc), nos lleva a la frustración: cuando algo se hace conocido (no cuando se vuelve mainstream) es posible comercializarlo. Muchas veces esa comercialización no tiene el alma sino solo el envoltorio, lo que se transmite es mas medio que la idea real, y a veces genera rechazo, aunque hablemos de progresar, porque com esta “fórmula” es algo negativo.
Por esa misma razón vemos un aumento de corrientes que van contra el desarrollo de la civilización y que pensábamos ya estaban erradicadas, y es que se encontró como comercializarlas, se venden “bien”, incluso aunque lo que se vende es la soga que nos ahorca.